MANUEL ERICE (1965-2018). Con quien tanto he querido

12 agosto 2018

Desgarradora necrológica escrita por Mayte Alcaraz a su mejor amigo, Manuel Erice, periodista y corresponsal de ABC en Washington

Manuel Erice y Mayte Alcaraz

Manolo Erice, el amigo querido que ayer se me murió en Pamplona, me llamó hace unos días. Tenía en la punta de su voz la pena del adiós. Era mi cumpleaños, y como cada año desde hace catorce me felicitó, esta vez desde Washington, su penúltimo hogar, con los dedos humeantes todavía de sus crónicas como corresponsal de ABC. No sé cuál de las dos gargantas se quedó antes muda. Ni cuándo las lágrimas de dos amigos en la despedida final se hicieron las dueñas. Sé que dio tiempo a un estúpido felicidades sin felicidad y a una memoria fugaz del pasado compartido en el periódico que nos unió, entre complicidades, proyectos de juventud y amor por el oficio, cuando los dos nos conjuramos para extraer el zumo, a veces agraz a veces meloso, de una profesión que nos salió al encuentro hace muchos años. Siglos ya de pena.

Antes de despedirnos me puso una tarea, a la que quise negarme como cuando me urgía a terminar una crónica atropellada por el cierre y a mí me paralizaba la necesidad de contrastarla con una última fuente. Quise negarme pero no pude. Pude pero no quise. “Escribe mi necrológica”, me dijo. Le contesté con un llanto infinito de derrota, que no era ni un sí ni un no, ni siquiera un qué va, o un ojalá que no. Supe que me encargaba la labor más dolorosa de mi vida. Que me obligaba a regresarle a aquella primavera de 2004, recién nombrados ambos jefes de Nacional de ABC. Manolo vino de su amada Valladolid, donde era delegado del periódico, con la casa, el ánimo y el señorío a cuestas. No hubo un solo día en que no despachara con su elegante cuna y su fortaleza navarra los harapos de la política, los egos inflamados y las ingratitudes. Quizá porque era la antítesis de todo ello. Cuando la presión y la rutina nos hacía flaquear siempre me repetía, como en una letanía cómplice que me hacía sonreír: “Vamos, Maytechu, que son pocos y cobardes” y yo le creía. Porque era un hombre de palabra, calidad adquirida de sus adorados padres y de su formación humanista en la Universidad de Navarra, argumento infalible que me espetaba entre risas cuando yo alardeaba de mi paso por la Complutense. Eso y nuestras discrepancias por la legitimidad del fuero navarro, que yo discutía y que él defendía hasta la extenuación (la mía, claro), fueron nuestras dos grandes diferencias en la vida.

Le quise decir que esa tarea no era para mí. Que me obligaría con esa empresa desgarradora a volver a la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, a recordar con nostalgia su entrega sin horarios como subdirector de ABC, sus desvelos por cuantos proyectos el periódico le encomendó. Que tendría que rememorar cómo defendía con el tesón de un navarro indesmayable las delegaciones territoriales del periódico, las redacciones pequeñas pero llenas de profesionales grandes que hoy están huérfanos, de la afilada guadaña de la crisis. Me pidió que redactara su necrológica y a punto estuve de decirle que no me hiciera eso, que ya me encargó el 14 de febrero del año pasado la crónica de la presentación en Madrid de su gran sueño, su libro “Trump, el triunfo del showman”, y que su enfermedad, tan cruel que no le permitió ni saborear ese debut literario, me dejó varada con mi bloc de notas y el miedo estrangulando mi garganta.

Fue ese día cuando la vida desatenta abrió una ventana y supe que entraría el viento traicionero que se lo llevaría todo, como en el verso de León Felipe: se llevaría las paredes, se llevaría las palabras escritas… y se lo llevaría a él. Sin cumplir los 53 años, sin leer el primer reportaje de su hijo Santi, sin presumir todo lo que le hubiera gustado de los éxitos deportivos de su niña, Marta, ambos sus dos grandes triunfos en la vida, sus crónicas más queridas, que completan la madre de sus hijos, May, y sus tres hermanos, Juan Mari, Santiago y Luis.

No sé si seré capaz de escribir una necrológica, me reproché. Tendría que recuperar sus fanfarronadas por los éxitos del Osasuna; sus pláticas en las tertulias televisivas en defensa de sus dos pasiones, España y ABC; nuestra “riña” cuando los últimos caucus americanos, que le devolvieron a la adolescencia del periodismo, le hurtaron los sanfermines. “No tengo solución porque ¿hay algo más productivo que tomar un tinto navarro en el centro de Pamplona un 6 de julio? Solo una cosa: tomarlo el 7 de julio”, me escribió socarrón en el whatsapp, poco antes de que nuestras conversaciones se tiñeran de batas blancas. Ya ves, querido Manolo, que a lo más que he llegado con estas letras desesperadas es a desempolvar el recuerdo de mi más leal compañero, la huella imborrable de un hermano. A abrir una cajita, ya sellada y guardada para siempre donde nunca habitará el olvido, rebosante de historias menudas de una buena persona y de un periodista humilde y generoso.

Recuerdo la pasada Navidad, cuando tu corazón latía aun con fuerza y futuro porque habían ido a verte tus hermanos y tus hijos a Washington, que me preguntaste –no sé por qué, o quizá sí- si era feliz. “Lo soy”, te dije, a sabiendas de que en parte te mentía. Mi felicidad no podía ser completa porque tus horas empezaban a ser minutos. Hasta que los minutos, que aprovechaste para volar ya muy enfermo a la Pamplona de la paz de tus padres y de tu infancia, se volvieron segundos. Me dejaste escrito que yo era tu compañera de batalla y el hombro en el que apoyarte. Aquí seguirá ese hombro desvalido, querido Manolo, hasta que la artrosis de la vida lo inmovilice. Pero en una cosa no debí creerte. Al final, los malos eran pocos, sí, pero implacables. En realidad solo era una: la parca. Eso sí, muy cobarde. En eso acertaste, mi querido y añorado Manolo, con quien tanto he querido. In memoriam.

MAYTE ALCARAZ

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